Decisiones, las tomamos todo el tiempo. Sencillas, complejas, seguras, riesgosas, no podemos evitarlas. Y detrás de ellas acechan ciertos enemigos a los que es preciso conocer para poder combatirlos exitósamente.
- La oposición. Ocurre cuando una persona plantea la toma de decisiones como una lucha entre dos puntos de vista y opta por el que ella defiende, sólo porque es el suyo, aunque no sea el mejor.
- La inercia. Consiste en dejar las cosas como están para, de este modo, no tener que enfrentarse con una decisión.
- La rapidez. Normalmente, no se puede correr cuando se decide una cosa, sobre todo si ésta resulta de gran importancia. Las urgencias multiplican el riesgo de optar por una opción errónea o poco satisfactoria.
- El reduccionismo. A veces, se tiende a reducir un determinado problema a uno sólo de sus componentes, de forma que la decisión estará condicionada por este planteamiento inicial erróneo.
- El egoísmo. Hay personas que de forma repetida actúan pensando exclusivamente en sí mismas. No consideran las consecuencias de sus acciones, ni valoran cómo estas pueden afectar a las personas que las rodean.
- El aplazamiento. La peor manera de encarar una decisión es la evasión: el hábito de posponerla indefinidamente. En estos casos, en lugar de pensar en las alternativas del problema, se pierde tiempo en justificar la dilación.
- La ceguera. A veces es porque no podemos o es imposible acceder a ella, y otras porque nos despreocupamos de conseguirla. Lo cierto es que la falta de información limita nuestra capacidad para desembocar en la mejor opción.
- La traslación. Postura tan cómoda como peligrosa que se presenta cuando una persona pone en manos de otra la facultad de decisión sobre un asunto que atañe directamente a quien delega.
- La inmediatez. Muchas decisiones tienen consecuencias a mediano o largo plazo. No tener en cuenta este particular puede convertir a una aparente buena decisión en una catástrofe.
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